Por: Sonia López /Fundacrover Italia

 

He hecho una cita con Fabiana. Hace años que no le veo, me pregunto hacia dónde podrán ir sus pensamientos al verme radiante y aliviada. La juventud me ha vuelto al cuerpo, la sonrisa a la cara y las bromas a la conversación. Soy otra desde esa tarde en que destilando su amargura me humilló por última vez delante de toda esa gente, imitando mi acento y burlándose de mi modo de bailar. No pienso que hablaremos de ese asunto, somos dos mundos a parte y lo que no hemos conciliado en el pasado no se conciliará ahora, ni nunca. Hay cosas que no pueden cambiar, como el hecho de que ella no mantuviera la promesa de ser como una madre para mí.

 

Siempre me he caracterizado como una persona pulcra, pero para esta ocasión debo aparentarlo más, así no tendrá nada que criticarme. Me he arreglado los cabellos como de ceremonia, a comparación de los suyos tendrán el aspecto de los de una estrella de cine y no de alguien a quien le asustan los estilistas y los tintes capilares. Con respecto a las joyas, aún no he decidio entre los horrendos colgantes de perla que me ha regalado o las preciosuras que he conseguido en las baratijas; de cualquier modo no creo que ella alcance a comprender la diferencia. La pulsera, aquella que me ha obsequiado a regañadientes el día de mi cumpleaños, la misma que estrené bajo presión para que la señora hiciera alarde delante de la ex de mi marido, esa no la uso más, la he empeñado y me han dado una miseria. He dejado mi casa como un espejo, para que no pose el objetivo de sus gafas encima del polvo de mis muebles; el café es de primera para que no deba escupirlo sobre la alfombra; los niños en casa de amigos para que no le de por aullar quejándose de sus juegos. Irá todo bien como hasta ahora, porque así me lo merezco.

 

Salgo de la habitación y me dirijo a la sala, para ajustar los últmos detalles, llevo en la mano el tarro de la cerveza que me acompaña en momentos como este. He cambiado la rara cactácea que ella odiaba tanto, por unas flores amarillas y naranja de las que están llenos los mercados en esta época, solo tengo que cambiarles el agua y seguro que serán ideales para la velada. Coloco un candelabro en medio de la mesa, un fusible ha estallado o tal vez ha sido el viento. De cualquier modo, pienso que ayudará un poco a la atmósfera de esta tarde de otoño, relampagueante y fría. Los bocadillos están listos, de pulpo y hueva de pescado. Ella frunce la naríz cuando los ve pero a mi me encantan, me recuerdan al puerto de mi pueblo, el que nunca quiso conocer porque dice que es tierra de malvivientes. Los devoraré todos, esperando que puedan venirle las náuseas y se vaya pronto.

 

Al menos ahora ha tenido la delicadeza de avisarme que venía y pude mandar a mi familia de fin de semana con el pretexto de quedarme a trabajar. No como en años atrás, cuando luego de confiarle las llaves de casa un verano en que nos fuimos de vacaciones, me dí cuenta que frecuentaba mi hogar sin consentimiento, hurgaba en mis armarios y cajones buscando pruebas inexistentes de infidelidad. Lo noté porque un día descubrí algunos pañuelos desechables color azul en el cesto de basura del baño, que no eran mios ni de nadie más. Por cierto, de esos pañuelos aún me encuentro, de vez en cuando, en los botes de basura, por toda la casa.

 

No debe tardar en llegar, ¿por dónde lo hará? ¿Por el ingreso principal o por la puerta de servicio? Alterno la mirada hacia uno y otro lugar, repetidas veces y cuando me vuelvo hacia el sillón, la veo ahí, observándome fijamente. Los destellos plateados de la tormenta no generan reflejo en sus pupilas dilatadas y opacas, ni en el apagado terciopelo de su vestido, desgastado y polvoso como el pelaje de un gato vagabundo.

 

–Hola Eloisa. La vieja saluda con desusada voz arenosa, el tono ácido es el mismo, pero extrañamente cordial y me pregunta irónica si estoy nerviosa. Su aspecto es peor del que pensaba. Las facciones masculinas se han acentuado con ángulos funestos en su rostro acartonado; sus cabellos crespos, dejan al descubierto las enormes orejas que siempre ha llevado desnudas de accesorios. Ahí sentada, su figura se perfila más pequeña y sus huesos, como los resortes vencidos de un colchón, resaltan por todas partes bajo las prendas roídas, ya ralas cual estrato de humo. Yo no emito palabra. Su presencia la percibo vana y se torna insoportable. Unos segundos eternos de silencio se interponen y finalmente le hablo sin algun temor.

 

-¿Que tal te sientes al haber venido?

Esta vez ella no me elude, como suele hacer y me contesta con expresión de hierro. –No ha sido mi voluntad.

–Entonces podías haber permanecido en donde estabas.

–Te repito que no ha sido decisión mía. Mejor dime cómo va todo ahora.

–Va muy bien. ¿Estabas preocupada por algo?

–En realidad no. No te guardo rencor.

-Pues yo tampoco.

-Mientes. Masculla con sus encías lisas.

-Si tu lo dices. ¿Por qué crees que te he recibido entonces?

-Porque necesitabas una respuesta a tus dudas. Espero que la encuentres.

-Yo también. Para así ahorrarme tus visitas. ¿Gustas un café? Seguro que éste sí te agrada. Aunque no puedo decir lo mismo de los canapés, no son tus favoritos, sino los míos.

-Agradezco tu gentileza. Me responde con el índice apoyado en la sien y me mira comer y beber del tarro, como si fuera el último aperitivo de mi vida.

-No sabes de lo que te pierdes. Ni creo que lo sabrás. Ni te hará falta saberlo, quise asegurarme de eso hace tres años. Le digo con desfachatez.

-Fuiste certera. Y lo eres todavía.

-Si no lo hubiese sido, ¿piensas que me encontrarías como ahora? ¿Tranquila y liberada?

-No lo sé.

-Yo te lo digo. Si no lo hubiese sido, me encontrarías tan lúgubre como lo estás tú ahora, despides un olor que no puedes imaginar, tu aspecto es terrible. Y pensar que objetavas hasta la mínima cosa acerca de mi ropa, mis gustos, mis amistades. ¿Te acuerdas alguna vez de eso? ¿De todo lo que me has hecho penar?

-Nunca penarás tanto como me has hecho penar a mí desde entonces. Te alegrarás por eso. Porque te quedaste con todo. Porque no das cuentas a nadie.

-Tal vez sí me alegro; lo mejor fue perderte de vista, nunca más volví a sentirme sola en este país.

 

Después que dije eso, una sombra pesada se engulló toda presencia; con el último canapé en la boca corrí a proteger la luz de las velas pero nada pudo impedir que su débil fuego se extinguiera. Con fastidio miraba la estancia fundirse en una negrura sepulcral, se puso todo en silencio, ningún crujido, ninguna voz. A tientas busqué la caja de los fósforos y encendí el único que restaba. El sillón estaba vacío. Me quedé sola y ante el temor de tropezar al dirijirme a las escaleras, a tientas regresé a la sala, para pasar la noche ahí.

 

Me dispuse a dormir, apagué el cerillo. Bajo las nubes hinchadas y violáceas, coágulo de un solo hematoma, nada brillaba afuera. Ni una luciérnaga, ni una luminaria, ni la luna. Seguro que había más vida en el camposanto en esa noche de fiesta. La calle silente y el jardín quieto, apenas la lluvia murmuraba, como si se hubiera detenido también el tiempo. El tiempo, era ya la una de la mañana. ¿Pues cuánto se quedó mi suegra hablando conmigo? No tenía idea si iba regresar más tarde o al día siguiente o hasta el próximo noviembre, si iba yo a notar su retorno. Pero a decir verdad no me preocupaba, desde el momento en que yo misma la hice desaparecer tres años atrás. Mis párpados comenzaron a cerrarse en un vaho indescriptible y me tendí sobre el piso, no creí que el ambiente pudiera ponerse más obscuro aún; mi pecho se agitó, el aire se hizo denso; sentí un tufo de moho, un puño de tierra marchita entrando por mi boca. Y dejé de respirar, recostada sobre el regazo de Fabiana mientras con ímpetu, me alimentaba de muerte.

 

 

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