Los conjurados de Alberto Tovalín: repertorio personal

Lo común a Carlos Monsiváis, Natalia Toledo, Eduardo Langagne, Miriam Moscona, Hernán Bravo Varela, María Baranda, Fernando Savater o Luis Felipe Fabre, más allá de la literatura, es la reunión que de ellos hace Alberto Tovalín Ahumada en Los conjurados. El periplo de estas fotografías concurre en la Fototeca de Veracruz, “Juan Malpica Mimendi”, del Instituto Veracruzano de la Cultura (IVEC), sumada a la generosidad del Instituto Nacional de Bellas Artes (inba), a través de su Dirección de Literatura. Las 51 fotografías de la muestra han visitado ya varias ciudades como Tlaxcala, Hidalgo, Xalapa y la Ciudad de México.

Los conjurados destaca por proponerse distinta no sólo al buscar el retrato del escritor fuera de pose –en el instante mismo en que salen de ella sugiere Luis Felipe Fabre en el texto de presentación–, sino por despojarlos de la parafernalia y los aperos propios de esta profesión, advirtiendo que “la literatura se hace presente en su invisibilidad. En verdad, en estas fotos la literatura es el fantasma”, concluye Fabre.

En nuestro país, varios fotógrafos se han especializado en registrar la vida y personalidad de los artistas vinculados a la cultura mexicana. Una primera asociación permite recordar a Ricardo Vinós, Paulina Lavista, Frida Hartz, Héctor Gally, Juan Rulfo o Manuel y Lola Álvarez Bravo (en nuestro estado, Héctor Vicario ha hecho lo propio con los escritores veracruzanos contemporáneos). Sin embargo, destacaría en este listado arbitrario a Ricardo Salazar y Rogelio Cuéllar: su trabajo resulta no sólo dotado de mayor orden, sino que su obra, reunida toda, podría configurar un panorama casi total de los escritores mexicanos de la segunda mitad del siglo xx hasta nuestros días, con una característica común a todos estos registros: su cercanía al periodismo cultural, con una tendencia por la figura del escritor y por ende de los libros que lo explican y lo rodean –ausente casi siempre la naturaleza o el paisaje– o los cotidianos objetos que forman parte de su trabajo, más allá de la máquina de escribir, sus bibliotecas, los lectores, los groupies y los fans… El nombre de Tovalín debe sumarse al de estos dos autores por su logro y su punto de vista renovado para construir el retrato de un escritor, continuando dicha tendencia con particulares señas de identidad.

La conjura organizada por Tovalín desborda la simple convocatoria de los 51 rostros: la reunión se centra en el rescate de los guiños que vuelve singular a cada escritor, el detalle que habla de sus manías, sus obsesiones o gustos. Aquí está Villoro apretando tenuemente el puño acaso porque en él guarda uno de sus preciados amuletos o la centésima moneda que permitirá al lector completar el sentido total de algunos de sus relatos o crónicas. Monsiváis y Natalia Toledo evidencian que la literatura puede transmitirse por teléfono, inalámbrico o celular, además de los tradicionales impresos o las miradas introspectivas, pues, debemos recordar, su fundamento está en la oralidad. Hay aquí mucho de propuesta, de juego y experimento, de adivinanza… al menos identifico una que inquiere acerca de las sonrisas, su significado o su contexto, según se vea a Fabrizio Mejía Madrid, María Baranda, Sergio Pitol, Miriam Moscona, Jorge Brash, Malva Flores, Fernando Savater, Ramón Rodríguez…

Tal vez el juego consista en descifrar o bien la lontananza personal o la proxémica sugeridas a partir de las miradas de Rafael Antúnez, Hernán Bravo Varela, Geney Beltrán Félix, Tedi López Mills, José Homero, Mario Bellatín, Álvaro Uribe o Víctor Cabrera o los sueños construidos a ojos cerrados de Beatriz Espejo y Karen Plata. Es posible que lo único que quiso Tovalín fue presentar un registro de varias generaciones literarias –cuatro o cinco a lo mucho. No sé si lo verdaderamente importante para el fotógrafo es enfatizar su proximidad al espacio íntimo de los escritores, como sucede con Pitol, Espejo, López Mills o Villoro, con la idea de registrar los efectos de la luz en todos los espacios y objetos: es un ensayo donde en los márgenes hay apuntes sobre las flores, los jardines, las frutas, los ventanales o los adornos de las casas que los rodean. Tovalín Ahumada propone asociaciones entre el tiempo, el espacio, las formas y el escritor, fijas para siempre en cada retrato de esta conjura visual.

Como toda conspiración que se precie de sí, sólo somos partícipes de los resultados: los secretos son ajenos a nuestros ojos; también las palabras furtivas, los gestos e imágenes descartadas para llegar a la presente, a la última resultante. Es evidente que Alberto Tovalín habla y dialoga a los escritores durante el proceso del retrato, pues casi ninguno mantiene la pose particular o la ensayada. Lo que les diga o no a cada retratado seguirá aún en el misterio, ignoto para los espectadores: queda por descubrir el resultado de esa conspiración, imaginar sus efectos, suponer la existencia de otros posibles convocados. Los que están y presenta Alberto Tovalín Ahumada cumplen su objetivo y nada sobra en los retratos; más de uno se han vuelto clásico, único, icónico, no porque estas palabras lo afirmen, sino por lo que Tovalín ha hecho antes: imaginar una reunión particular, hablar con cada convocado, intuir sus reacciones y mejorar el mensaje y la imagen. Con el proceso concluido, Alberto Tovalín decide también llamarnos y, como pasa cuando acaba el día, gracias al juego de la luz, descubrirnos el mundo de sus conjurados.

Queda ahora seguir imaginando de nuestra parte: ya sea lo que hay detrás de una sonrisa, de una mirada o inclusive de un abrazo como el que comparte con su hijo en el autorretrato que acompaña a esta colección singular. En ese abrazo, llevados por la luz, descubrimos una mirada única, la del amor conjurado, el cual hace renacer al mundo…

 

Juan Javier Mora-Rivera

 

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